Si analizamos la realidad con los ojos del escepticismo y poniendo el foco en una psico-socio-economía del mundo occidental (con todos sus contornos tanto positivos como negativos) encontramos poco encaje de la música como una disciplina imprescindible. No obstante, queda la esperanza de referencia su uso tal y como sucede en los países del norte de Europa donde la cultura, las artes, la música, forman parte esencial del tejido social porque han comprendido que, incluso la belleza, su contemplación y su disfrute en forma de catarsis, también tiene una contribución en forma económica. En sur, y siempre generalizando, la música -como el resto de las artes- tiene una función más contemplativa. Pero muy especialmente la música, como un elemento puramente ornamental.
Sirve, acaso, para darse cuenta de su imprescindibilidad. Más allá de todo impacto racional nadie es inmune a su consistencia emocional. Quizás hemos dejado las emociones para momentos íntimos, tangentes o, incluso, ocasionales cuando todo se desprende de ello. Compramos por impulso, transaccionamos por emoción, utilizamos el dinero de una forma compulsiva (esto es, emocional). Por tanto, la emoción es sin duda alguna un motor independientemente de nuestro sector vital.
La música se usa, en términos generales incluyendo el peyorativo, como marco sensorial de nuestra vida racional. Cualquier celebración, hito o rito se adorna con música más allá del acierto o no en su elección. Si vamos a un restaurante, tanto da el estilo, precio, carta o ubicación. En general, estaremos siendo obstinadamente percutidos por sonidos de impacto mediático, dado que la emoción se concentra en una sola. Del mismo modo que un plato se marida con cierto vino, ¿acaso no cabría elegir también una determinada música?
Más allá de cualquier especulación basada en el gusto personal, la música, en sus diferentes estilos y géneros, deviene en emoción en tanto que es el arte que más conectado está desde el punto de vista bioquímico con la naturaleza humana. Por tanto, cabría esperar un mayor esmero a la hora de ambientar nuestra vida. O, quizás, es que lo saben y por eso nos limitan a un contorno sonora limitado.
Por eso, estudiar música es mucho más que una exposición a un nuevo conocimiento, a un nuevo lenguaje. Estudiar música supone sumergirse en un torrente emocional que se sustenta en un desarrollo cognitivo, si es que no son la misma cosa.
La educación sentimental de los más pequeños es uno de los principios que nos confiere humanidad. Independientemente de que el estudio de música se convierta o no en una vertiente profesional futura (como ocurre con el deporte u otras actividades extraescolares) la formación musical conlleva un grado de conexión neuronal extraordinaria en cualquier edad.
Se ha dicho que es una actividad extraescolar en tanto que todavía no ha llegado a la formación reglada obligatoria la posibilidad de ahondar en el lenguaje de la música como de hecho ocurre en la mitad norte de Europa donde la música, cantar, leer una partitura es una cualidad que poseen todos los ciudadanos independientemente de su inclinación profesional.
Habitamos un mundo sonoro donde prevalece el ruido y es preciso fomentar la concentración en la escucha de la música y no solamente como distracción o entretenimiento sino con un foco y atención que permita discernir todos los elementos emocionantes de un fragmento musical.
Por ello, la educación musical es importante. Porque permite recrear un estado emocional donde la belleza emerge y, de paso, se nos otorga un desarrollo integral del cerebro tanto en el aspecto sensitivo como intelectual.
Juan F. Ballesteros